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Cicatriz

Por Oscar Pineda / @OscarPinedaEC

Es como soportar un dolor que se va pero que sabemos que volverá. Parecido al de la muela.  A veces, el latido envuelve al molar, avanza rápido hasta punzar inclemente cada nervio de la cabeza; otras veces, simplemente desaparece y el infierno ofrece una frágil tregua. Como la memoria. Peor aún: como el recuerdo, pues cuando surge tiene también esa intermitencia que aplasta, que arrincona, que atora la garganta. Llorar es apenas un punto de partida. Y -como al dolor de muela- al recuerdo se lo elude.

Juan Gabriel Vásquez (Bogotá, 1973) prefiere ir directo hacia la pústula. Opta por verla de cerca, diseccionarla y  extirpar el pus. Lo hace con El ruido de las cosas al caer, novela con la que en 2011 ganó el premio Alfaguara y con la misma que el pasado 12 de junio fue el primer latinoamericano en ganar el premio literario Impac (International Dublin Literary Award). Se llevó 100 mil euros. ¡Nada mal! Hasta ahí la novedad.

Así como Fuentes tiene a Artemio Cruz, Vásquez tiene a Antonio Yammara, un individuo que representa a la colombianidad de una época, una generación que vivió con el nacimiento del narcotráfico y que también asistió al bautizo de la oficina antidroga DEA. Yammara es uno de quienes vio cómo el oscuro negocio de la cocaína involucró montañas incalculables de dólares y montículos interminables de muertos y desaparecidos. Pero el narcotráfico, privadamente, por así decirlo, hirió también de muerte a quienes no tenían nada que ver con él. Se incrustó en la sociedad colombiana y la dinamitó desde su núcleo: la familia.

Yammara, un tipo casi treintañero, deambula en una época donde Pablo Escobar Gaviria ya no vive más. Las noticias sólo dan cuenta de los vestigios de su imperio: unos hipopótamos, esos que evidenciaron su opulencia en el gran zoológico, aquel que fue la hacienda Nápoles, huyen hacia ningún lugar. Pronto serán muertos porque las autoridades de Colombia no saben qué hacer. Y esos vestigios también son personas.

Ricardo Laverde, un aviador cincuentón, entabla una relación amistosa con Yammara. Hasta que la muerte de Laverde los separa y deja una grieta misteriosa. El periplo en el que se reconstruye la historia da cuenta de que ambos estaban más ligados de lo que pudieron imaginar, más de lo que parecía posible, más, incluso, que lo permisible. La vida es un círculo y los dos hacen un cruce generacional donde violencia y terror los lanzan hasta hacerlos chocar contra el suelo y sangrar. Los elevan como en un avión y graban para siempre el ruido que tienen las cosas al caer. Y ese dolor era como una campana que cada tanto iba a tintinear por los siglos de los siglos.

Así como ya narraron al narcotráfico los también colombianos Fernando Vallejo, con La Virgen de los Sicarios, y Laura Restrepo, con Delirio, Vásquez esculca en su pasado reciente y quiere saber qué pasó con su generación; por qué el miedo era su signo si el apogeo del narco había pasado. Pero lo hace con  distancia, sin  la furia de Vallejo ni el desasosiego de Restrepo.

Vásquez, con una prosa sencilla, reconstruye el apogeo y declive del narco, del llanto, de los muertos y de las heridas que quedaron. Para olvidar fue necesario procesar el dolor. Había que cicatrizar por fin.

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