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Masculinidades de película

¿Cuáles son los referentes que construyeron la idea de virilidad y de 'ser varón' en los jóvenes de los ochentas? Paul Hermann explora los símbolos masculinos que pulularon en el cine de entonces y forjaron conductas en toda una generación.

Fuente: https://clivehicksjenkins.wordpress.com/tag/gary-oldman/
Foto: Gary Oldman interpretando a Drácula. Tomada de clivehicksjenkins.wordpress.com

#PatenteDeCorso

Por Paul Hermann

Que los hombres hemos construido nuestras masculinidades sobre la base de películas no es ningún misterio. Nuestros padres fueron rebeldes sin causa, como James Dean; hicieron propuestas que no se podían rechazar, como El Padrino; tuvieron los cabellos engrasados y padecieron fiebre de sábado por la noche, como John Travolta. No quiero, no obstante, hablar de ellos, sino de dos o tres personajes ochenteros e incluso noventeros que nos han ayudado a construirnos ‘como hombres’.  

Cuando era aún un impúber, casi un imberbe, los curas de la escuela nos llevaron al cine; vimos Operación dragón, película de Bruce Lee en la que un asiático pervertido que parecía la mismísima reencarnación de Gengis Kan, asesinaba a uno de sus contrincantes despegándole el cuero cabelludo del cráneo. Lo odiamos, desde luego, y celebramos cuando Lee le ganó la pelea partiéndole el esternón como si fuese una cáscara de huevo, mientras sostenía un grito más largo que el de las canciones rancheras y movía la cabeza como si la tuviese pegada al cuerpo con un pequeño resorte, al igual que los perros de plástico que tienen los choferes en los tableros de los autobuses. Y por supuesto que quisimos ser como él y nos construimos a su imagen y semejanza con unas zapatillas de fieltro negro y unos chacos que nadie aprendió a usar jamás, por lo dolorosos que resultaban los golpes en los nudillos. Durante un tiempo, recuerdo, Quito se llenó de academias de artes marciales, todos los niños queríamos ser karatecas, judocas, taekwondoístas; dar patadas rectas, curvas, de media vuelta, voladoras. Teníamos, como quien dice, una masculinidad de la patada.

Por los mismos años se pusieron de moda los Boy Scouts, institución norteamericana creada como respuesta a los embates del feminismo para producir niños fundidos al fuego de las fogatas, que vendieran dulces puerta a puerta y ayudaran a las viejitas a cruzar la vía. Por esos días Los Polivoces parodiaban a los niños exploradores y sus masculinidades imperiales a través de Agallón Mafafas, un hombre que había fracasado como adulto y que vestía y lloraba como niño, y el Muchachito Garrison: un niño al que no le interesaba hacer su buena acción del día, y mucho menos si esta consistía en darle una de sus tres tortas de jamón al guía.

Los hombres nunca hemos sabido lo que somos, pero si lo que no queremos ser, y lo que menos queríamos era parecernos a ese par de perdedores, por más nudos que aprendieran a hacer y brújulas que supieran usar. Al contrario, poco después nos identificamos con Boy George y su masculinidad andrógina, como posteriormente fue la de The Cure, Soda Stereo y tantos personajes de película de los años ochentas entre los que se contaba el mismísimo Jean Claude Van Damme. Claro que este no tenía, como los otros, un copete en la cabeza, ni chaquetas de hombros anchos, pero sí pantalones de cadera, con pinzas, ajustados en los tobillos. Hombres y mujeres por entonces éramos iguales, al menos en lo que a moda se refiere.

Por los mismos días tuve un amigo que tenía en la pared de su cuarto un afiche que mostraba a Rambo con el torso desnudo, un cintillo en la frente y una ametralladora M60 en sus anabólicos brazos, ganando en la pantalla la guerra que los estadounidenses perdieron en Vietnam. Bajo la foto del “héroe” en cuestión, un texto de autoayuda que había aprendido de memoria, con devoción casi religiosa: “Aunque sientas el cansancio, / aunque las fuerzas te abandonen, /aunque un error te lastime, / aunque una ilusión se apague (…) vuelva a empezar”. Juro que me lo recitaba como si fueran los diez mandamientos y él fuese Moisés y yo un judío hereje adorador del vellocino de oro.

Tan fuerte fue  la influencia que ejerció Sylvester Stallone en la conformación de las masculinidades, que hace poco, en Panamá, una guía me dijo que los turistas gringos creían que su moneda se llamaba balboa por Rocky y no por Vasco Núñez. Parece un chiste, pero no nos olvidemos que la biblioteca de Filadelfia tiene un monumento al garañón italiano, y no una a Walt Whitman. ¿Después se preguntan por qué sus adolescentes prefieren dispararles a sus compañeras en lugar de escribirles un poema romántico o erótico?

Como Rocky ya no encarna la imagen del hombre viril en capacidad de hacerse un nombre y una fortuna con duro entrenamiento, sino al de un patriarca viudo y por ende incompleto, mi amigo de infancia, y ahora también de madurez, juega a ser Máximus, el español que en realidad es romano y que primero fue guerrero y luego esclavo y finalmente gladiador y que encontró venganza en su vida y en la otra. Creo que este remake de Ben-Hur viene conformando hombres violentos y vengativos desde hace un buen tiempo.

Y hablando de masculinidades de película no puedo dejar de mencionar la primera verdaderamente moderna. Drácula, de Francis Ford Coppola. He visto en el muro de Facebook de un amigo letrado la fotografía en la que Gary Oldman aparece en Londres como un dandi: sombrero de copa, gafas azules, la barba perfectamente delineada. Me gusta el estilo, pero he de confesar que no es la única masculinidad de este perfecto personaje: Drácula  encarna en realidad muchas otras: la del héroe cristiano que libera a Rumanía de los guerreros otomanos, la del gentleman, la del amante, la del monstruo, la del caballero caído en desgracia. La masculinidad, como he dicho, no es única sino múltiple y se construye con atuendos, con sotanas o colmillos de plástico como las que aún venden en las jugueterías.

Y no quiero cerrar este breve recorrido sin recordar otra de las masculinidades que nos marcaron a quienes fuimos niños y adolescentes en la década de los ochentas, la de los futbolistas. La adoración que sentíamos algunos por Maradona, Michel Platiní o Zico, nos llevó a usar unas pantalonetas como de corredores de cien metros planos, que a duras penas nos cubrían las nalgas.  Hace unos meses, en un partido, ya de la categoría Senior, introduje los bordes de la larga pantaloneta en la ropa interior para que pareciera un short de esa época.“¡Qués pues, qué es eso! ¡Póngase bien la pantaloneta! ¡Ya sabemos que tiene buena pierna!”, me dijo un árbitro que, irónicamente, jugó conmigo en El Nacional en la década de los ochentas, cuando ambos mostrábamos los muslos más que las mujeres que en la películas hacen auto-stop en la carretera. ¡Cosas del fútbol!


Paul Hermann (Quito, 1973) estudió Comunicación Social en la Universidad Central y Estudios de la Cultura con Mención en Literatura Hispanoamericana en la Universidad Andina Simón Bolívar, en Quito. Ha sido editor de las revistas La Casa y Casa Palabras. Editó la sección Cultura de diario El Telégrafo. Ha colaborado con publicaciones comoCartónPiedra y Gkillcity. catedrático universitario y autor de los libros de cuentos: Puntos de Fuga (2001) y Cazador de Brujas (2008); la novela: El Danubio Azul (2012), y el libro de entrevistas: Patente de Corso (2012). Cuentos de su autoría forman parte de diversas antologías. Ha participado en las ferias de libro de Ceará, Brasil (2009); Caracas (2010), y Quito (2013).