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Los pactos con el diablo deben ser honrados

Enmascarados de todo Ecuador recorrieron las calles de Quito para demostrar la fusión cultural entre la cosmovisión indígena y el sincretismo religioso. Muchos huyeron ante su paso, otros celebraron lo que llamaron el rescate de la identidad andina y la picardía de los ecuatorianos.

Foto: Juan Carlos Bayas

Por Daniel Ortiz / @EscribidorEC

La danza del infierno en una tradición heredada

A Estalin Toscano le restan cuatro años para cumplir con la encomienda de ser diablo de Píllaro. Sabe que si no completa la tarea de 12 años hasta el 2021, Satanás vendrá por él y por su descendencia. No es broma, el tenebroso lo vigila.

Estalin no eligió ser parte de esta tradición andina, lo hicieron sus ancestros. Sin embargo, siente satisfacción por representar a su cantón como enmascarado. “Habré honrado a mi familia y, con orgullo, delegaré a mi primogénito esta tarea, que significa mantener viva la cultura pillareña”.

Esta semana estuvo en la capital ecuatoriana, junto a sus colegas de Tungurahua, para demostrar a quiteños y no quiteños de qué está hecha la Diablada Pillareña, Patrimonio Cultural Intangible del Ecuador desde 2009.

El rito de la vestimenta lo inició todo: zapatillas de lona, medias color carne, pantalón con flecos dorados, camiseta roja, capa negra, látigo o fuete para asustar a los incautos y la indispensable careta de diablo. Estalin y 50 de los suyos estaban listos para bailar por las calles de Quito, junto a otros 180 disfrazados. El 19 de enero, por primera vez, 230 diablos se tomaron la Casa de la Cultura Ecuatoriana, las calles del Centro Histórico y la zona rosa de la ciudad, en el barrio La Mariscal.

Su paso despertó desconcierto entre los feligreses y religiosos de la Ruta de las Iglesias, que inmediatamente se ocultaron en las iglesias de San Francisco y La Merced. Pero también despertó alegría entre niños, jóvenes y turistas. A diferencia de las festividades de los Santos Inocentes, a inicios del siglo XX, hoy todos tenían cámaras en sus teléfonos celulares para inmortalizar el momento, en una mezcla de paganismo y sincretismo religioso.

José Luis Criollo, cerca de 50 años encima, 1.90 metros de estatura, camiseta de Motörhead, inmensa careta de Supay a cuestas, me cuenta que inició sus ‘diabluras’ en la parroquia de Alangasí (Pichincha), en 1981. “Uno es diablo para siempre, pero diablillo bondadoso, de los que ahuyentan a los ladrones, brujas y charlantes de los barrios”, comentó, tras tomarse docenas de fotos en la Plaza Foch.

El baile –banda de pueblo, sanjuanitos y albazos– rompió la rutina capitalina. La fiesta duró cerca de nueve horas. Hubo diablos de Píllaro, Jujan, Riobamba y Quito, que soportaron sol vespertino y lluvia nocturna. Pero no importaba, ellos representaron con alegría a sus pueblos y juraron regresar, porque los pactos con el diablo deben cumplirse. ¡Todos muy bien lo saben!

La dualidad andina: la armonía entre el bien y el mal

Las diabladas han estado presentes en la cosmovisión indígena incluso antes del período colonial. Los territorios andinos de lo que hoy es Ecuador asumieron esta tradición que, de acuerdo con el historiador Antonio Revollo Fernández, tiene más de dos mil años y surgió en el seno de la cultura uru (hoy Bolivia).

La transversalidad del imperio inca hizo posible la diseminación de la diablada en Perú, Ecuador y Chile. El punto de lanza, sin embargo, sigue siendo Bolivia, que organiza la diablada más grande del mundo en su Carnaval de Oruro, declarado Obra Maestra del Patrimonio Oral e Intangible de la Humanidad.

Antes de la conquista española, reinaba la dualidad en el mundo indígena. El aya huma representaba el espíritu interno, la deidad sumergida de los seres humanos. “Era la cabeza del diablo, nada pecaminoso. Significaba el calor, el erotismo, los paradigmas, la unidad del bien y el mal en cada persona”, dice el jefe kichwa Alberto Taxo.

Pero el equilibrio de la vida, entre la pachamama y el aya, la dualidad que permitió la armonía indígena por centurias, casi se quiebra con la llegada del cristianismo. Entonces las prácticas aborígenes fueron consideradas diabólicas y la Santa Inquisición emprendió la tarea de exterminar los saberes ancestrales. No lo lograron. “Con más razón nos disfrazamos de diablos. Y salimos a bailar en las plazas y portones de los conventos”, destaca Alberto.

Para Néstor Bonilla, promotor cultural de Píllaro, la fiesta de los diablos representa, en la actualidad, la soberbia de esos indígenas resabiados. Pero la mira desde una nueva vertiente: “La diablada es una toma simbólica de los espacios de poder urbano. Esta es una reivindicación de la ruralidad en la cotidianidad. Es un acto insurgente, donde la comunidad –en el anonimato- danza con alegría y reivindica su presencia en la sociedad”.  

El pragmatismo religioso en torno a la diablada

El esquema civilización-barbarie, centro–periferia del saber indígena sí es modificado con la conquista. La Iglesia Católica tuvo que asumir el festejo de las mascaradas, se vio obligada a dar un nuevo matiz para catequizar a los indígenas: la lucha entre el bien y el mal.

Entonces ya no se prohibió la diablada, pero el demonio nunca debía triunfar ante el poder de Dios Todopoderoso.

En la costa ecuatoriana surgió la Danza de los Mojigos, en homenaje a San Agustín. Este festejo, que se desarrolla en Jujan (en la provincia costera de Guayas), es encabezado por un diablo a caballo, que pone en su lugar a los capataces déspotas y explotadores, y que defiende a los creyentes católicos.

También se consolida el Diablo de Hojalata en Riobamba, una celebración que se realiza cada año entre diciembre y enero, en torno a los pases del niño Jesús. Eduardo Yumisaca, promotor cultural de esta ciudad conocida como la Sultana de los Andes, dice que cada diablo está obligado a bailar un mínimo de siete años y tiene la misión de ser la guardia personal del Divino Niño.

La Diablada de Alangasí se inició con la parroquialización de esta localidad hace 158 años. Su particularidad está en que los diablos salen del infierno en Semana Santa, a celebrar la muerte de Jesucristo, pero el sábado de gloria huyen despavoridos ante la resurrección del hijo de Dios. La fiesta termina cuando se ahorca al Diablo de Pascua, un muñeco de trapo, y se encienden juegos pirotécnicos que estallan en el cielo.

Quito, la ciudad del demonio

No se puede hablar de Quito sin referirse al Diablo. El Diablo es quiteño. No hay diablo más diablo que el nacido en Quito.

El Diablo está presente en gallos que hablan, en sacerdotes juerguistas, en diminutos albañiles que construyen templos e iglesias.

“Con derecho propio el diablo ha forjado el imaginario de la capital. No podemos contar la historia de Quito sin hablar del tenebroso. Él ha forjado la personalidad del chulla quiteño, que lo vende todo sin tener nada”, sostiene el museógrafo Pablo Rodríguez”.

El Diablo inspiró a la Escuela Quiteña, está presente en las iglesias, en las calles coloniales, en las pinturas, en esos calderos del infierno en los que seguramente nos quemaremos muchos de los chullas. Más allá de la dualidad aborigen y del acoplamiento católico, el demonio surge como tentación y ensueño, como lucha contra la adversidad y como promesa de una victoria final. Inalcanzable.


Daniel Ortiz es un periodista y latinoamericanista, candidato a magíster por la Universidad de Salamanca, España. Ha trabajado en varios medios de comunicación públicos y privados. En el 2016, como andinista, alcanzó las cumbres más altas del Ecuador y ahora se prepara físicamente para subir al Huascarán, en Perú, y el Mulhacén, en España. Ahora trabaja en su primer libro de cuentos, The girl with april in her eyes.