Por Rosa Inés Padilla / @rip2507

«No moriré del todo»
Oda 30, Libro tercero, Horacio

Tanto la fotografía como el retrato pictórico fueron herramientas que contribuyeron a perennizar en imagen eventos importantes en la vida de cada persona o grupo humano, muchos de ellos, relacionados con situaciones sociales, políticas y religiosas. Por ello, rituales sacramentales como bautizo, primera comunión, matrimonio u honras fúnebres destacaron la atención de fotógrafos y retratistas que aprovecharon esos espacios comunes para inmortalizarlos a partir de la imagen.

La fotografía –entre otras características– otorga la posibilidad de permanencia del ausente y genera un alto grado de evocación del que ya no está. Ambas pueden interpretarse como un método para afrontar la pérdida y el dolor en un espacio cotidiano. 

Esta noción de representación ha estado presente en la mayor parte de sociedades (por no decir todas), los grupos humanos han generado ritos funerarios que implican la representación en algún nivel: dibujar una máscara mortuoria, erigir monumentos, esculpir rostros, colocar piedras preciosas en los cráneos de los muertos y mantenerlos en un lugar específico.

ninos muertos
Foto: Reinaldo Vaca Piedra. Archivo Ministerio de Cultura del Ecuador.

Dentro de todas estas prácticas culturales hay una que llama la atención: la de la fotografía post mortem. Se trata de un tipo de fotografía que cada vez es menos frecuente en una sociedad crecientemente preocupada por olvidar la muerte como acto cotidiano y por convertirla más bien en un espectáculo extraordinario.

Cuando la fotografía otorgaba la única posibilidad de mantener viva la imagen e incluso magnificaba la apariencia de aquel que había partido, resultaba casi imposible no hacerla. Por esta razón en internet han proliferado este tipo de imágenes en diversos blogs y sitios que buscan distintos efectos, desde la generación de morbo y temor hasta la comprensión y debate  de la muerte como un paso decisivo pero común y normal.

Probablemente todos hayamos visto algunas de estas imágenes en las cuales se destacan los acervos de  Inglaterra, Francia, Estados Unidos y México. Podría decirse incluso que hasta los años ochenta, casi todo fotógrafo había hecho una imagen post mortem, porque este tipo de imagen ha sido continua, ha cambiado la forma pero no el fondo, pasando del daguerrotipo a los teléfonos móviles.

Los angelitos y la fotografía post mortem en Ecuador

México se ha consolidado dentro de la temática mortuoria, ya que la tradición milenaria de la muerte ha servido como motor de numerosas y novedosas propuestas que van desde la recopilación de tradiciones alrededor del Día de Muertos hasta estudios pormenorizados de canciones y rimas alrededor de la muerte. México ha mantenido una discusión constante entre la muerte y la representación, por lo que hay varios estudios alrededor de la fotografía post mortem,  arte popular y la singular calaca, presente en el imaginario de todo mexicano. Pero, no solamente en México la fotografía post portem fue clave para la comprensión de ciertas tradiciones funerarias y de ciertas convenciones y negociaciones sociales.

No obstante, Ecuador también fue y es un buen punto de partida para entender a la fotografía post mortem. Dos de sus características fundamentales: la primera, aquella relacionada con vincular al muerto con la memoria, alargar el recuerdo, como suelo llamarlo; y la segunda con la exaltación del difunto, es decir,  con otorgarle al muerto y a su imagen una carga sentimental y emotiva elevada. Una suerte de “billete emocional”.

ninos muertos

Para hablar de fotografías post mortem en Ecuador, hay que rastrear dos de sus más afamados ejemplos que pertenecen a personajes públicos significativos para la historia oficial ecuatoriana: la primera es la imagen del expresidente Gabriel García Moreno (1875) en posición hierática, presidiendo sus honras fúnebres, y la segunda, la de Monseñor Checa Barba, arzobispo de Quito (1877), en similar pose. Al respecto de fotografía post mortem de personajes públicos Gabriela Cuarterolo señala que tanto las razones como los cánones estéticos cambian, cuando el fotografiado pertenece al ámbito público: “su objetivo no era el recordatorio de un ser querido, como en el caso del retrato privado, sino el registro pretendidamente objetivo de un hecho de actualidad para un público masivo”.

Pero, las formas de representar al personaje público difieren de aquellas que pertenecen a un circuito familiar. Probablemente esta variación está asociada con lo que significa su ausencia [del personaje público] para el pueblo o para el círculo donde fue significativo o determinante. Por ello, las fotografías mencionadas tienen una singularidad y es que ambos personajes (García Moreno y Checa Barba) tienen una carga simbólica dentro del plano religioso. Ambos son considerados, para un sector de la sociedad, una especie de santos y mártires, sobre todo García Moreno. Si observamos la fotografía de García Moreno, podemos percibir que los rasgos de su trágica muerte son perceptibles a la cámara, dándole así la condición de mártir, tan explotada por la religión católica en un momento determinado: “del mismo modo que las reliquias hacen posible la comunicación entre el cielo y la tierra (…) su contemplación permitía el acceso a todo un universo de símbolos», dice el rumano Mircea Eliade, considerado el principal historiador de las religiones. La práctica de culto a los santos y mártires estaba bastante normalizada, tanto que hasta se les construían templos y se les rendía tributo con banquetes. Fue con algunas reformas planteadas a partir del Concilio de Trento que la Iglesia dejó a un lado  estos ritos, por su parecido a  los antiguos rituales paganos.

Crisis de octubre. El especial.

La imagen de García Moreno cumple con las características que antes había mencionado, aviva el recuerdo y lo exalta, de tal forma que convierte al expresidente ecuatoriano en una suerte de santo para algunos y de tirano para otros (ambas logran su cometido, la magnificación de un personaje).

Sin embargo, lo que nos convoca es otro acervo fotográfico que nos evoca una práctica bastante común al sur del Ecuador, sobre todo entre los años 1925 y 1950. El lojano J. Reinaldo Vaca Piedra puede compartir un sitio similar al que se les ha dado a fotógrafos mexicanos como Romualdo García y Juan de Dios Machaín. Vaca Piedra –un fotógrafo devoto de la Virgen de El Cisne y un católico declarado– posee un archivo fotográfico prolífico, alrededor de 40 000 imágenes, de las cuales unas sesenta son post mortem.  Las fotografías a las que me refiero pertenecen a niños – de meses, hasta 5 años de edad– que fueron fotografiados durante su velorio, bajo atuendos y cortejos fúnebres similares. La vestimenta de los niños, en la mayoría de casos, es de color blanco y los elementos que se disponen alrededor de ellos son diversos: coronas, alas, flores, estrellas, entre otros objetos.  A estos niños, no solamente en Loja, sino en toda Latinoamérica, se les conoce con el nombre de  “angelitos”, por no tener al momento de su muerte mayores pecados.

A fines del siglo XIX y hasta mediados del siglo XX la partida final de un niño en Latinoamérica no debía ser considerada dolorosa. La mayor parte de estudios afirman que la muerte del “angelito” traía buena suerte. Esta representación de la buena suerte es lo que presenta Vaca Piedra en sus imágenes, pues sus retratos trabajados meticulosamente desde el arreglo de la escena hasta su iluminación final no hacen pensar en niños, sino más bien en santitos particulares, en los que no solamente el recuerdo se hace posible sino también la cualidad de gozar de ciertos poderes de protección.

El carácter evocativo, sagrado y protector de las fotografías post mortem de Vaca Piedra puede vincularse con una especie de “billete sentimental”,  porque la gente los guardaba o conservaba esperando protección o salvación a partir de la imagen, una intersección a partir de la pureza que representa el niño y del juego con su ajuar funerario.

Las imágenes son registros que contribuyen a recordar un momento o una persona que no solo existió en la memoria colectiva o familiar. La forma de perpetuar esto es mantener su imagen viva, ya que se ha asociado el recuerdo con la imagen. Por esa pulsión tan humana de recordar solamente lo que ha sido imagen, esta representación es la que construye recuerdo y por ende memoria.


Rosa Inés Padilla (Quito, 1985) es investigadora visual. Estudió Comunicación en la Universidad Católica del Ecuador y realizó una Maestría en Antropología Visual en FLACSO. Trabaja temas relacionados con el archivo, la memoria, la representación y la visualidad.