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Las bestias que Juan Pueblo no pudo ver

©Diego Cazar Baquero

Por Diego Cazar Baquero / La Barra Espaciadora

El moderno Malecón de Guayaquil está lejos de Guayaquil.

-¿Cuál es el tiranosaurio rex? –pregunta a grito pelado Ricardo, de once años. Su padre señala a lo lejos una figura que se esconde entre la espesa vegetación y distrae a su hijo enseguida con una broma improvisada.

Dentro de la jaula que se ha armado en medio de los Jardines del Malecón, unas cuantas familias recorren los senderos y posan junto a las diecinueve bestias antediluvianas. Un diario guayaquileño ha dicho “Es lo más parecido al parque jurásico de Steven Spielberg, tanto por el tamaño de los animales, los movimientos y sonidos que emiten y la textura de sus pieles, como por la abundante vegetación que distingue a los Jardines del malecón Simón Bolívar”.

-¡Mami, quiero ver los dinosaurios! –suplica sollozando Miguelito. Pero su mami se lo lleva lejos, le tironea el brazo y el llanto del pequeño se suelta mientras salen a la vereda, o sea, a la ciudad, al mundo real.

La madre, una veinteañera que estudia su último nivel de Gastronomía, tiene apenas unos cuantos dólares en su cartera para terminar la semana y sabe que no puede pagar tres dólares por la entrada de su hijo y cuatro por la suya para ver un montón de muñecos gigantes que rugen y parpadean. Eso significaría un día sin comer. Por eso prefiere evitarse el dolor de ver sufrir aún más a Miguelito por no poder entrar a la exposición Dinosaurios. Una muestra viviente, como lo hacen los otros niños, esos que tienen padres a los que sí les alcanza el dinero para pagar las entradas de toda la familia y para tomar helados después del almuerzo. De un lado de la reja están los guayaquileños que tienen, y del otro, los que no. Así es Guayaquil para algunitos.

Estas son las mismas diecinueve bestias prehistóricas que fueron exhibidas gratuitamente en Quito, en el bulevar de la avenida Naciones Unidas, en agosto, y en el parque lineal de Río Grande, en Solanda, al sur de la capital, en septiembre. Cientos de miles de quiteños sacaban fotos con los gigantes de esponja y látex, se acercaban a mirar los ojos abrirse y cerrarse y escuchaban de cerca los bufidos programados por computadores. Estas son las mismas bestias que llegaron a Guayaquil como regalo de la Municipalidad porteña para sus habitantes. Bueno, parece que no es un regalo para todos. Solo para quienes lo pueden pagar…

©Diego Cazar Baquero
©Diego Cazar Baquero

Pienso en un gran mostacho negro agitándose ante los micrófonos de la radio, en las pantallas de la tele y en los discursos semanales, defendiendo su gestión de “corazón de oro y mano de hierro”, en el Cabildo guayaco. El mismo hierro con el que se fabricaron esas rejas, quizás. Pienso en que el espacio público que se supone es el Malecón 2000 más bien se parece a un mal prospecto de parque de diversiones que sirve para hacer negocios a costa de los casi tres millones de guayaquileños. Ya en el 2010 se montó una exposición similar por las fiestas julianas, con réplicas de saurios prehistóricos y con entradas que tuvieron un costo de dos dólares y un dólar y medio, para adultos y menores, respectivamente. Tres años más tarde, los precios se han incrementado en un cien por ciento en este Disney de pacotilla. Mientras en Quito embobaron gratuitamente a miles de quiteños hace unos meses, en Guayaquil te cobran para que no te sientas tan miserable, esta vez durante las fiestas octubrinas…

¿Cómo es que un espacio público es tomado por una empresa privada como Comefex, productora de la exhibición, para dejar fuera de su propio espacio a miles de ciudadanos? ¿Tiene que ver la Fundación Malecón 2000, administradora del sitio, en la decisión de tomarse parte de este espacio que le pertenece al pueblo para montar un negocio privado? ¿Cómo así se permite cerrar con enrejados el tránsito en el bulevar del Malecón 2000 para que dentro de esa jaula se muestre una exhibición que, además, debe ser pagada por los visitantes?

©Diego Cazar Baquero
©Diego Cazar Baquero

Ahí dentro de la jaula, Felipe, de catorce años, se ha quedado colgado de la baranda que está frente a uno de los estanques de los Jardines de Malecón, muy cerca de esas placas de vidrio donde aparecen los miles de nombres de quienes donaron recursos para levantar esta obra municipal. “¡Qué bestia!”, exclama, deslumbrado. El pequeño tendría que estar trabajando, como acostumbra todos los días, en un puestito de venta de discos pirata, en Durán, pero no se ha dado cuenta de la hora. Desde su improvisado mirador contempla a lo lejos una que otra criatura de esponja, lo que a duras penas alcanza a divisar. De pronto una brisa que llega desde el Guayas lo saca de su ensoñación y lo devuelve a su Guayaquil, al de ese Juan Pueblo de chancletas y suburbio, al de antes de que le pusieran guayabera solo para salir en la tele…

Felipe avanza rumbo a la calle, donde el mundo real lo espera. En el trayecto, el pequeño vendedor pirata ve a tres parejas cometer uno de aquellos delitos penados por los designios municipales: besarse mojadamente en pleno Malecón, templo de las buenas costumbres y del progreso. Felipe sonríe y se da prisa.

©Diego Cazar Baquero
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Miguelito y su mami caminan por la vereda rumbo a la avenida 9 de Octubre. Él quiere ver algo: el cuello alargado del brontosaurio, los cuernos del triceratops, ¡por lo menos un dinosaurio! Quiere que su madre lo cargue para espiar sobre las rejas pero las rejas son muy altas. A su altura de niño de ocho años no se puede ver nada hacia adentro, pues una inmensa lona verde militar esconde los Jardines del Malecón 2000 y las lágrimas le han aguado su mundo.

-¡Si no pagas, no ves, pelao, así de simple! –le dice Felipe al cruzárselo, pero al oírlo llorar como si en ello se le fuera la vida, teme que sus palabras hayan sonado muy duras y trata de retractarse:

-Tranqui, chamo, ahí adentro no hay nada… El pirata de quince años sacude la cabeza de Miguelito y salta sobre el paso cebra que conduce hacia el ruido de la verdad.

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