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Lo que esconden las palabras

¿Qué queremos decir con lo que decimos? ¿Entendemos de verdad de lo que hablamos? El Ecuador de los últimos diez años se reconoce como una sociedad fabricante y víctima de discursos que, con el tiempo, nos superan y nos anulan. ¿Cuál es el vocabulario del poder y cuáles son las palabras que usamos, inconscientes de que nos someten?

Lo que esconden las palabras.

Por Andrés Cadena

La espera por los resultados en las recientes elecciones presidenciales en primera vuelta en Ecuador dejó en claro que a los ecuatorianos lo que nos une es lo que nos separa. La reacción tras la primera proyección de resultados —una probable segunda vuelta, pero muy ajustada— desencadenó la expresión visceral de variados rencores: desde la estigmatización a candidatos chimbadores hasta el señalamiento de irresponsables que votaron “ideológicamente” (sic), pasando por los reclamos a los manabitas desagradecidos por haber dejado triunfar en sus recintos al oficialismo. Eran reacciones de sorpresa de no pocos: “Pero… ¿cómo? ¿No ganó mi candidato? ¡Imposible!: todos estábamos por él”; ese “todos” tan total como ambiguo es, más que una imprecisión, una irrealidad: la suposición de que yo hablo en nombre del resto.

Luego, durante las manifestaciones fuera del CNE, se repetía sin cesar la dinámica, en unas redes que seguían hirviendo. Unos decían defender la voluntad popular, otros descalificaban a los pelucones encaprichados; unos representaban a todo el Ecuador, otros hablaban contra la clase alta y los sufridores que querían resucitar el pasado; se apelaba a la casta de la Quito combativa, y paralelamente se denostaba la poca representatividad de esa gente aniñada defendiendo a un banquero y alimentándose de croissants.

“Pero… ¿cómo? ¿No ganó mi candidato? ¡Imposible!: todos estábamos por él”; ese “todos” tan total como ambiguo es, más que una imprecisión, una irrealidad: la suposición de que yo hablo en nombre del resto.

Había estadígrafos de Twitter por doquier: que los unos deben considerar que en su contra votó el 60%, y los otros que, si por esas iban, debían aceptar que por su opción no votó, en cambio, el 71%. Pero no se trataba de ganadores versus perdedores, o dos bandos cualesquiera que fuesen; se estaba jugando por la hegemonía sobre las palabras, por definir quién tenía la razón para calificar y descalificar al otro.

Como esta, pocas coyunturas ejemplifican tan bien que a veces las palabras esconden más de lo que dicen. En efecto, muchos términos se emplean como si representaran conceptos monolíticos y realidades homogéneas, cuando bajo el paraguas de una palabra —tan grande como “pueblo”, por ejemplo— anida una diversidad para nada estática. En el plano del discurso, que es lo que articula las acciones, lo problemático radica en pretender calificar a una colectividad (o calificarse representante de una) obviando la multiplicidad; ignorándola o anulándola. Entonces, el odio —la descalificación visceral, el señalamiento de culpables, el insulto ramplón— es la consecuencia de reprimir esa multiplicidad, ocultándola bajo la aparente univocidad de las palabras.

Para los manifestantes fuera del Consejo Nacional Electoral, en Quito, ellos eran el país levantándose frente a los corruptos en el poder, defendiendo la democracia; y para muchos que no asistieron, el plantón no era más que unos cientos de agitadores simpatizantes de un candidato. Incluso lo fue para algunos que sí acudieron: alguna persona perteneciente o militante de los grupos LGBTI, que se acercó al CNE para unirse a la presión social, escuchó a la enardecida multitud cantar “poropopó, poropopó, el que no salta es borrego maricón”. ¿Se habrá sentido parte de ese “pueblo levantado”?

La cuestión es más profunda y ramificada que la lógica binaria de buenos/malos a la que ha echado mano el régimen correísta —y no solo este, sino desde que los tiempos son tiempos— para autoproclamarse mejor que los oligarcas del pasado. Se trata de que con términos como nación o país se pretende resumir realidades muy complejas, e invisibilizar que el todo está compuesto de distintas partes. Simplificación semejante ocurre cuando se habla de izquierda o derecha, eje según el cual muchos ubican a la Revolución Ciudadana cerca del socialismo o del comunismo, sin distinguir que en este gobierno han cohabitado, increíblemente, ciertas políticas sociales clientelares propias del populismo junto a posturas conservadoras como el Plan Familia, o el desfalcamiento del Seguro Social; o que las políticas económicas extractivistas se repiten desde las dictaduras de los setenta, pasando por la época neoliberal, aterrizando en estos días, y seguramente en los que vendrán (gane quien gane las elecciones).

Alguna persona perteneciente o militante de los grupos LGBTI, que se acercó al CNE para unirse a la presión social, escuchó a la enardecida multitud cantar “poropopó, poropopó, el que no salta es borrego maricón”. ¿Se habrá sentido parte de ese “pueblo levantado”?

Si vamos más al detalle, incluso, resulta reduccionista hablar de “un gobierno” para analizar un proceso de más de 10 años durante los cuales no solo que han cambiado numerosos actores del régimen, sino también las simpatías, los proyectos, los discursos, el desgaste y la conexión con el electorado. Nada es estático, ni simple, y sin embargo cierto uso de las palabras pretende imponer una simplificación de esa complejidad.

Podría incluso cuestionarse cuán democráticas fueron estas elecciones, en las que los votantes que optaron por el nulo y el blanco (cerca de un 10%) no forman parte —¿es decir que no existen?— del universo a partir del cual se calculan los porcentajes de apoyo de los candidatos. En números redondos, si Lenín Moreno obtuvo menos de 3’800.000 votos, y el padrón contiene 12’425.000 electores, significa que logró un 30% de aceptación; esto implica que al candidato más votado en primera vuelta lo respaldaron 3 de cada 10 ecuatorianos. ¿Eso es el “gobierno de la mayoría”? Según esos números, el otro candidato que accedió al balotaje obtuvo alrededor del 21% de los votos. A partir de estos cálculos, no suena muy coherente decir que quienes se apostaron fervientemente fuera del CNE estaban defendiendo la democracia, es decir, el gobierno “del pueblo”, o el interés “nacional”, o la voluntad de “la mayoría”.

En números redondos, si Lenín Moreno obtuvo menos de 3’800.000 votos, y el padrón contiene 12’425.000 electores, significa que logró un 30% de aceptación; esto implica que al candidato más votado en primera vuelta lo respaldaron 3 de cada 10 ecuatorianos. ¿Eso es el “gobierno de la mayoría”?

Pero he aquí el giro: no importa. No importa si lo que defendían eran sus valores, creencias e intereses, y aquellos de su círculo social. ¿Qué habría de malo en ello? Lo que ocurre es que impera una ética del discurso que nos obliga a hacer uso de las palabras monolíticas y a sostener un paraguas bajo el que cabe mucha gente aunque solo sea uno quien se encuentre cabalmente guarecido. En el lenguaje políticamente correcto, en las redes, en la opinión pública, estamos compelidos a ubicarnos en el lugar común: defender a la patria, ser leales a la nación, abanderar los intereses de la mayoría, luchar en nombre del pueblo, y un larguísimo etcétera, que incluye arengas como “Quito no se ahueva” —¿acaso hay solo un tipo de quiteños?, ¿acaso caben en una manifestación, cualquiera que sea, dos millones de habitantes?— o “el Ecuador está de pie”.

Si habláramos desde la diferencia —concepto tomado de la reflexión acerca de políticas culturales que hace el activista estadounidense Cornel West—, explicitando nuestra particular perspectiva y nuestro interés propio y real, lo que a cada uno nos mueve en la vida, sería posible llegar a consensos. La “unidad” es aquel amasijo que des-diferencia, homogeniza, impone un molde (“uni-forma”) y hace tabla rasa de la enriquecedora diversidad. El intento fallido de Jaime Nebot de llamar “unidad” a una coalición de grupos políticos que terminó deshaciéndose ejemplifica aquello: la unidad es imposible. Posibles son, en cambio, en la diversidad, en la pluralidad, el acuerdo, la coincidencia, la negociación, el pacto, es decir, el diálogo entre distintos. Si le perdemos el miedo a la diferencia, escaparemos de la lógica maniquea de los opuestos —como gobierno/oposición, borregos/pelucones, acertados/equivocados— y podremos expresar con libertad nuestra particularidad; pues lo malo no es tener intereses, sino esconderlos o falsearlos llamándolos algo que no son.

El intento fallido de Jaime Nebot de llamar “unidad” a una coalición de grupos políticos que terminó deshaciéndose ejemplifica aquello: la unidad es imposible. Posibles son, en cambio, en la diversidad, en la pluralidad, el acuerdo, la coincidencia…

¿Alguien puede creer a estas alturas a un candidato que declara desear ser presidente por su afán de servicio a la sociedad? Y no obstante, si algún postulante no afirma tal cosa, perdería todo el favor de los votantes. Y es que estamos tan habituados al lenguaje monolítico y homogeneizador, que esperamos escuchar ofrecimientos aunque no sean realizables; y lo peor es que estamos conscientes de tal falsedad usada como moneda de cambio, y por eso no creemos ya en los políticos (como si todos fueran lo mismo).

Solamente desde el sinceramiento de los intereses propios (valores, creencias, propuestas) podría darse un real, un honesto diálogo con el resto; y no con el otro, pues no hay solamente dos, sino una serie de particularidades. Y es desde esa suma de diferencias honestamente expresadas que se podría realmente llegar a co-laborar en una meta común, aceptada y elegida por convención, por coincidencia, tras la conversación; lo cual no implica que sea sencillo de lograrse, pero es el único camino en realidad productivo. Allí tampoco es posible hablar de tolerancia o aceptación hacia los otros —los diferentes, todos—, términos que entrañan la posibilidad de juzgar y condescender, desde una callada pero efectiva posición de superioridad. En ese escenario, ulteriormente, también sería posible debatir, abiertamente y con profundidad, qué es lo que entendemos por democracia, por sociedad, por Ecuador. Y quizás entonces podríamos empezar a cambiarlos.