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Por Carlos Cabrera*

El 24 de mayo del 2017 señala la ruptura sentimental/política más grande de nuestra historia republicana. Nunca en la historia democrática de nuestro país un presidente se ha mantenido en el poder a través de elecciones periódicas durante diez años. Mal o bien, guste o no, Rafael Correa es un personaje que construyó una relación de amor/odio con sus mandantes, ha sido una figura que genera impacto por donde se lo quiera ver. Muchos lo aman, muchos lo odian, pero no hay quien lo ignore o sea apático ante su figura. Queda entonces la profunda incertidumbre y una pregunta: ¿cómo nos veremos a nosotros mismos como ciudadanos, sin la figura de Rafael Correa en el poder?

Durante diez años, la vida política del Ecuador ha girado en torno a la construcción personalista del líder de la Revolución Ciudadana. Desde aquel discurso de Correa, cuando nos dijo que “la Patria ya es de todos”, supimos que este no sería un personaje más en la historia del país. Muchas personas depositaron en su imagen la esperanza de un cambio, de la profunda transformación que esperábamos varias generaciones de ecuatorianos, cansados de golpes económicos, inestabilidad y de la falta de representación por parte de un sistema de partidos que respondían a los intereses de sus líderes y no a sus bases, ni mucho menos al ciudadano común. Por eso, gran parte de la población del Ecuador se enamoró de su fuerza y del personaje que se creó para canalizar la furia de aquellos que siempre fueron dejados atrás.

El ejercicio de la Presidencia –durante estos diez años– se ha balanceado entre una necesaria atención al sector social y a la implementación de infraestructura, y un liderazgo autoritario, casos de corrupción y abusos de poder. Hemos vivido esta década entre las enérgicas exigencias de respeto a la soberanía nacional de parte de la comunidad internacional y el silencio respecto de los abusos de ciertos aliados del correísmo. Pero –sin duda alguna– el polémico liderazgo de Rafael Correa ha sido primordial para entender cómo nos contamos a nosotros mismos como país.

Muchos vieron en él un símbolo de  cambio necesario. Algunos de ellos  se sintieron traicionados, mientras otros lo siguen viendo como el líder histórico que transformó una realidad de desigualdades para brindarnos esperanza. Lo cierto es que a todos nos costará salir del imaginario implantado por el correísmo. En nuestras casas, universidades, colegios, trabajos, en las esquinas del barrio, en los cafés y en las plazas, los diálogos sobre política tendrán a un fantasma rondando en silencio, pues después de diez años, el personaje llamado Rafael Correa saldrá lentamente de nuestros espacios de conversación. Algunos lo recordarán con nostalgia, otros con desprecio, pero ninguno podrá evitar el vacío de su ausencia.

La Revolución Ciudadana deja una gran incógnita por desentrañar tras la potente y monolítica presencia de Correa: ya no existen a la vista bases partidarias ni ciudadanas que acompañen un proceso. Lejos de crear ciudadanos conscientes y líderes políticos que busquen continuar la transformación, los demás partidos políticos continúan mostrando las mismas figuras caducas de un pasado al que juraron no volver jamás. Están de vuelta las formas mañosas, las campañas sucias y los casos de corrupción. La vieja politiquería sigue aun tramando por detrás nuestros destinos. Mientras tanto, los ciudadanos –que debíamos ser el impulso de esta llamada revolución y de cualquier proceso político nos situamos cada vez más lejos de la política, no solo por fastidio, sino por miedo a ser parte de un país en el que solo se nos llama para opinar y participar cada cuatro años.

Correa ahora es un símbolo diferente de aquel del 2007, cuando nos hablaba desde la esperanza. Hoy simboliza a una figura cansina, estropeada por la bronca, un poco dañada por la corrupción. Hoy Correa simboliza un poco más la praxis de un país que tiene miedo de transformarse, de aceptarse como es, de quitarse los complejos para poder respirar. Su símbolo es el reflejo de nuestra inactividad, de nuestra pasividad ante el poder. Correa nos muestra que hoy más que nunca es necesario volver a replantearnos todo, que es necesario comenzar a aceptarnos y construir desde esa aceptación no del otro, sino de nosotros mismos.

El impacto que su partida dejará quedará en nosotros, aunque no dimensionemos su magnitud. Veremos en pocos meses, años, o quizá en una o dos décadas más, la huella real de un personaje que ha marcado la historia de lo que llamamos Ecuador. Queda también la oportunidad de volver a replantearnos nuestra relación con el poder, de reencontrarnos para construir de nuevo, ya no desde una sola figura, sino desde nosotros, desde cada uno de nosotros.


*Politólogo y escritor.