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Por Luis Mariño Carrera / @luchomarino

Este artículo se publicó originalmente el 26 de marzo de 2017.

Han pasado 1 414 días desde que Alexandra Córdova abrazó y habló con su hijo por última vez. Él se llama David Romo. Repito: se llama David, no se llamaba, no se llamó, se llama David Romo Córdova.

Las últimas palabras que le dijo a su madre fueron para informarle de que estaba por llegar a casa, dentro de 10 o 15 minutos. Pero ya han transcurrido 1 414 días, tres años casi cuatro, y David aún no llega. 1414 días y contando…

En la sala de su casa, Alexandra tiene un altar con una foto gigante de su hijo, de su amado David. Ella lo mira a diario en una serie de fotografías que lo recuerdan desde su infancia hasta el último baile que tuvo con ella, el Día de la Madre, apenas 5 días antes de su desaparición. “Él no sabía bailar muy bien –me dice Alexandra–, pero ese día me sacó a bailar, era muy alegre”.

¡¡Carajo!! Exclamo para mis adentros.

Trago saliva y aprieto los dientes.

No comprendo qué fuerza es capaz de sostener a esta mujer, que después de una agonía tan prolongada, del vacío de tanto dolor, sigue con la cabeza levantada, con el alma destrozada, pero limpia. Alexandra sonríe mientras mira las fotos de ese joven que es el hombre de su casa, de ese muchacho que, desde donde esté, todavía es capaz de hacerle sonreír.

Para Alexandra el tiempo se ha convertido en una aguda tortura. Todos los días se le hacen eternos pero fugaces. Algunos duran 21 horas ininterrumpidas de gestiones, de declaraciones, de careos, de puertas cerradas, de caras largas, de versiones extraoficiales, de silencio. De un cruento, miserable y cómplice silencio. A veces son días de balbuceos y tartamudeos de servidores públicos que no saben cómo decirle que ya deje de buscarlo. Otros son días de gente que vive incómoda, porque ella no abandona la lucha por su hijo y no dará tregua hasta encontrarlo.

En Ecuador hay más de 3 000 casos de desaparecidos. Hasta diciembre del 2015, según datos de la Fiscalía General del Estado, 1 718 casos de desaparecidos estaban en proceso de investigación.

Hay gente inescrupulosa que, para terminar de una vez con la búsqueda y desestimar su caso, ha sostenido que él se marchó porque sus padres se divorciaron… Pero Alexandra se divorció hace más de 15 años. Ella se indigna: su David siempre le repitió que él era el hombre de la casa. Ella conoce a su hijo porque una madre sabe. David no se fue. ¡A David lo desaparecieron!

Todos los días sale en pos de una esperanza, de una noticia, de algo que termine con la incertidumbre y con el vacío. Alexandra parece que tiene una coraza invisible que la protege y le ayuda a lidiar con la ineptitud de quienes deberían darle respuestas. Debe lidiar con la maraña de un sistema incompleto, caduco y estéril.

A los desaparecidos no se los traga la tierra, no se esfuman porque sí. Eso lo sabe Alexandra. Pero, por qué, dónde, para qué, hasta cuándo.

Sus ojos no disimulan la tristeza ni esconden las más de mil noches en vela, sentada a la espera del regreso de su hijo. Cuando se trata del bienestar de los hijos, una madre no acepta condiciones, ni siquiera las que pudiera tratar de imponerle la muerte. Una madre no perdona a las tinieblas de la desaparición, no se resigna, no se conforma con respuestas tontas a preguntas vitales. Una madre no cree en procesos con una cascada de inconsistencias. Una madre no cree en la gente que se lava las manos ni en la que no hace su trabajo. Ella cree en David. En el ‘Romito’, en ese muchacho a quien extraña hasta el cuidador de carros, “porque era un buen guagua”.

Según estadísticas de la FGE, el 67 % de las denuncias por desaparición corresponde a mujeres, y el 48 % de ellas están entre los 12 y los 17 años de edad.

Alexandra, su madre, cree en ese chico amable y querendón que fue sacrificado por el tiempo y por la ausencia, pero que está eternizado en el ahora de todos los días hasta el fin de los tiempos, y en la memoria de tantos, incluso en la de su perro que jamás lo olvida y espera ansioso su regreso.

Luego de casi 47 meses de espera, Alexandra entiende que su búsqueda no ha sido exitosa, pero sabe que por esa incansable batalla que libra a diario, ha sido posible encontrar a muchas otras personas desaparecidas. “David las encontró”, dice ella, con humildad, con satisfacción. A mí se me hace un nudo en la garganta.

Debo tratar de asimilar y explicarme cómo funciona el azar y la necesidad, ese batir de las alas de una mariposa que desde algún lugar ocasiona un tifón en otra parte del mundo. Hay fuerzas imparables, no objetos inamovibles. Hay dolores que se heredan y que se transmiten. Hay heridas que no se cierran, que jamás cicatrizan, heridas que no son de una sola persona, heridas que tenemos todos pero algunos no lo sabemos. Un desaparecido –aunque fuera el único– es algo por lo que debe responder el mundo y que nos debe unir a todos.

Me voy pensando en algo que Alexandra repitió varias veces y que hace eco en mí –también tengo hijos y solo de imaginar que los pudiese perder, mi alma cae en picada hacia un abismo–:“Para mí siempre estará vivo –dice, con dulzura una y otra vez–, en mi corazón sé que David ya quiere regresar, de la forma que sea”.