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Por Karina Marín

“Me enteré de que ya se fueron a quejar. Les recuerdo que su condición de pacientes es esperar.” Nos dice el neurólogo cuya atención es la más esperada en ese día de calor. Estoy ahí con mi hijo porque el médico general –encargado de evaluar los casos para la entrega del carné de discapacidad– ha considerado que debíamos pedir la valoración de un especialista. Cuando me entrega la orden ya es agosto del 2014. Llamo al call center del Ministerio de Salud Pública. Me designan una fecha: la cita tendrá lugar en el Centro de Salud de Conocoto, a mediados de noviembre.

Llegado el día, mi hijo y yo nos sentamos en las sillas del largo corredor que se extiende fuera de los consultorios. Hasta ese momento, no sabemos que la demora será de cuatro horas y que la consulta médica durará apenas quince minutos. Quienes esperamos somos niños, niñas y madres. Pero otro grupo es más numeroso y ocupa la mayoría de las incómodas sillas azules: se trata de diez adolescentes, entre 14 y 18 años, traídos de manera ordenada y silenciosa por dos asistentes del centro de acogida para personas con discapacidad, que funciona en el edificio vecino. Todos estos jóvenes son personas con discapacidad intelectual. Pasan el día en aquel centro de acogida aunque, según la Ley Orgánica de Discapacidades y la Ley de Educación Intercultural, tendrían que estar incluidos en el sistema de educación regular.

Cuando llegan, las mujeres que los dirigen los ubican en las sillas y dan instrucciones en tono militar: “¡Fulanito, no te pares! ¡Mengano, siéntate ahí! ¡Y tú, cuidadito con soltarle la mano a sutanito!”. Me pregunto por qué a un muchacho a quien no se le permite estar incluido en la educación regular sí le encargan cuidar de otra persona. Ellas, mientras tanto, se sientan y sacan sus celulares, como quien se prepara para una larga jornada. Los chicos, en cambio, no hacen nada. Esperan con las manos sobre las rodillas. Rascan sus cabezas. Balancean levemente sus cuerpos. Uno de ellos se pone de pie. Su cuidadora le grita: “¡Juan Carlos, siéntate!”. Él se asusta y vuelve a su sitio. Tiene miedo. Tendrá que esperar así hasta que un un médico le atienda. Es rutinario. Hacen esto todo el tiempo. Me doy cuenta de que sus días transcurren en estas salas de espera, para que el ojo médico valide su lugar en el mundo.

Pasadas dos horas, he ido a quejarme con el coordinador. Cualquiera que conviva o trabaje con personas con discapacidad intelectual sabe que sus períodos de espera son limitados. Pero ahí no parece importar la diversidad neurológica de estas personas, incluido mi hijo. Por eso, cuando el médico neurólogo sale de su oficina y nos recuerda que no debemos ir a quejarnos, me mira amenazante. Su figura alta y delgada, envuelta en la bata blanca, con el sello del Ministerio de Salud en el bolsillo izquierdo de su pecho, está acostumbrada a infundir miedo. Luego de un rato vuelve a salir. La madre de una niña con parálisis cerebral, que permanece en un coche desgastado, le dice con voz temerosa que necesita saber cuánto más deberá esperar, porque tiene que alimentar a su hija. El médico estalla: “¡Les toca esperar, mamitas –repite iracundo–, así que muérdanse la lengua!”, nos ordena. Entonces, nos quedamos sentados. Y violentados. Todos menos uno: mi hijo, que se levanta cuando quiere, que sonríe a todos y canta. Parece ser la única persona libre en medio de ese larguísimo y esclavizante día de sol.

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En las Observaciones Finales sobre el Informe inicial del Ecuador, presentadas por el Comité de la ONU sobre los Derechos de las Personas con Discapacidad, en octubre de 2014, el primer ámbito de preocupación tiene que ver con que la Ley Orgánica de Discapacidades “conserva todavía una definición y una aproximación a la discapacidad desde un enfoque médico”. Esta es solamente la primera de más de treinta observaciones realizadas al estado ecuatoriano en lo que respecta al cumplimiento de la Convención de Naciones Unidas por los Derechos de las Personas con Discapacidad, acuerdo internacional que data del 2006 y que Ecuador ratificó en el 2008. Dichas observaciones giran en torno a temas como la falta de mecanismos institucionales que garanticen la igualdad ante la ley; la situación de discriminación y violencia en contra de mujeres con discapacidad, y la falta de participación de niños y niñas con discapacidad; la falta de accesibilidad en el transporte público y otros espacios; la sustitución de la voluntad de las personas con discapacidad por parte de las figuras de tutela y curatela que postergan su derecho a una vida independiente; la falta de estretegias para garantizar la educación inclusiva, etc. Cada una de estas y otras observaciones viene acompañada por una serie de recomendaciones que hasta la fecha no han sido cumplidas.

Pero que la primera observación tenga que ver con la perpetuación de una visión médica en lugar de la urgencia de asumir la visión social y de derechos sobre la que se alza la Convención, es significativo, porque apunta al problema de fondo: en Ecuador, a pesar del discurso oficial que ha asegurado que el país se ha transformado en un modelo de inclusión y accesibilidad a nivel mundial, la discapacidad es aún considerada un asunto de salud pública, y por lo tanto, la vida de las personas con discapacidad aún debe ser valorada por un agresivo sistema médico que, a través de un carné, determina una identidad porcentualizada. En otras palabras, el discurso asume parcialmente la noción de derechos, pero la práctica la contradice.

Pensemos por un momento en ese carné que hoy emite el Ministerio de Salud. La información que se refleja en él (tipo, porcentaje y grado de discapacidad) está determinada esencialmente por un diagnóstico. No se trata de un documento que permite que su portador exija el cumplimiento de unos derechos, sino de una estrategia de medición de vidas: a partir del cálculo porcentual que establece y de la gravedad que adjudica, el carné le faculta al Estado determinar el tipo de vida que ese individuo puede aspirar a tener y permite que la sociedad decida hasta qué punto esa persona puede o no acceder a formar parte de ella en igualdad de condiciones. El carné decreta qué tan humano es un ser humano. El carné discapacita.

¿Cuáles han sido los criterios usados por el sistema de evaluación de la Misión Manuela Espejo y de la campaña de carnetización para atribuirle a una persona un porcentaje cualquiera? Si el 0% significa la ausencia de discapacidad, ¿el 99% implica que se deja de ser sujeto de derechos para acercarse al ideal de caridad, que necesita un Estado asistencialista para legitimarse como tal? ¿No sugiere este tipo de medición un gravísimo ideal de normalidad?

Es posible que durante estos diez años no hayamos hecho preguntas tan básicas como estas. Tampoco le hemos preguntado al gobierno por qué decidió anular la Setedis, la única institución encargada de implementar políticas de accesibilidad e inclusión. Poco se ha hablado además sobre la utilización indiscriminada de la imagen de las personas con discapacidad en campañas políticas, teletones municipales y demás programas estatales, perpetuando estereotipos de caridad y compasión.

¿Cuáles son las alternativas que tenemos, luego de estos diez años, para garantizar que las personas con discapacidad en Ecuador sean sujetos de derechos y no objetos de una solidaridad mal entendida?

Miro hoy el carné de mi hijo y recuerdo estremecida el guiño de ojo del psicólogo del centro de salud encargado de emitirlo. El gesto descarado confesaba que el criterio para adjudicarle ese porcentaje se debía “a que le caímos bien”, como nos lo dijo él mismo más tarde. Y entonces pienso en todas las personas a quienes les ‘ajustaron’ el porcentaje del carné durante los últimos años para dejar de pagarles el bono Joaquín Gallegos Lara, comunicándoles que gracias a los programas del Estado, su discapacidad había sido superada, justamente al mismo tiempo que el gobierno anunciaba medidas para paliar la crisis económica. Y mi mente vuelve al guiño de ojo y a la joven pareja que nos precedió ese día, con un pequeño niño con parálisis cerebral, alimentado por una sonda y usuario de silla de ruedas, a quien el mismo psicólogo le fijó un porcentaje mucho menor que el de mi hijo, a pesar de que mi hijo camina, habla y come por sí solo. Tal vez ellos no le cayeron bien al psicólogo. Tal vez al gobierno no le caen bien los chicos del centro de acogida del sector de Sangolquí, como los de otros centros alrededor de todo el país, cuyas vidas transcurren –paradójicamente– tuteladas y patologizadas en largos corredores que los controlan y los ven morir.